Las sociedades evolucionan, o cambian. Para mí no son términos sinónimos, percibo la evolución como algo positivo, en tanto que en cambio cabe lo positivo y lo negativo. Es una opinión. Pero hay algo que no cambia y es el resultado de las guerras. Destrucción, muerte, hambre, dolor, violaciones y tanto más. Y también negocio para muchos. Lo que se destruye tiene que ser reconstruido, la fabricación y venta de armas y maquinaria de guerra.
Incluyo aquí tres fotografías como ejemplos de devastaciones por causa de distintas guerras. El bombardeo de Guernica en 1937 durante la guerra civil española.

Guernica. Biblioteca nacional. Foto La Razón
Otra foto de uno de los bombardeos en la ciudad italiana de Turín en 1943 durante la segunda guerra mundial.

y la tercera foto muestra el resultado de uno de los bombardeos israelíes en Khan Younis, Gaza, en marzo 2024, y cuántos más ha habido después. Cuál es la diferencia, nos podemos preguntar, entre esas tres situaciones, y eso sin mencionar tantas y tantas contiendas que tienen lugar en numerosas partes del mundo, en el pasado, más recientes y hoy mismo..

Esto viene a cuento después de un viaje literario a Turín en octubre de 2024 que me permitió conocer a la escritora Natalia Ginzburg y su obra. Hay que conocer la biografía de esta mujer y de otros de sus colegas, su mismo marido, Leone Ginzburg. Te permiten no solamente sumergirte en la literatura sino admirar el coraje y la humanidad de esas personas.
La familia de Leone Ginzbug, nacido en Odesa, se estableció siendo él un niño en Turín. Fue un intelectual, activista antifascista. Se le considera una de las figuras culturales italianas más prominentes. En 1940 y a consecuencia de la ley racial promulgada por Mussolini, Leone, de origen judío, pierde la nacionalidad italiana que había adquirido.
Aquí me voy a referir a uno de los relatos de Las pequeñas virtudes (Le piccole virtú), de Natalia Ginzburg publicado 1962, aunque al parecer lo escribió en 1946, después de la guerra. Una guerra que también había acabado con la vida de su marido, Leone Ginzburg, en 1944 en la cárcel de Regina Coeli por las terribles torturas infligidas por la Gestapo.
El texto de Natalia al que me refiero es El hijo del hombre. Me ha impresionado y conmovido. Es de un dramatismo realista que aturde y deja sin habla, produce un desgarro sereno desolado.
Éste es el texto de Natalia Ginzburg El hijo del hombre:
Ha pasado la guerra y la gente ha visto derrumbarse muchas casas, y ahora no se siente segura ni tranquila en su casa como antes. Hay algo de lo que, aunque pasen los años, no nos curaremos nunca. Quizá tengamos otra vez una lámpara y un jarrón con flores y los retratos de nuestros seres queridos, pero ya no creemos en ninguna de estas cosas, porque una vez tuvimos que abandonarlas de repente o las buscamos inútilmente entre los escombros.
Es inútil creer que podemos curarnos de veinte años como los que hemos pasado. Aquellos de nosotros que hayan sido perseguidos, nunca volverán a tener paz. Un timbrazo nocturno no puede significar otra cosa que la palabra “policía”. Es inútil decirnos y repetirnos que tras esa palabra tal vez haya ahora caras amigas a las que pedir protección y ayuda. Pero, esa palabra siempre nos produce desconfianza y espanto. Si miro a mis hijos cuando duermen, pienso, aliviada, que no tendré que despertarlos en plena noche para huir. Pero no es un alivio pleno y profundo. Siempre tengo la sensación de que el día menos pensado tendremos que volver a levantarnos en plena noche y huir, dejando todo a nuestras espaldas, cuartos tranquilos, cartas, recuerdos, ropas.
Una vez que se ha padecido, la experiencia del mal ya no se olvida. Quien ha visto derrumbarse las casas sabe demasiado bien cuán frágiles son y los jarrones con flores, los cuadros, las paredes blancas. Una casa está hecha de ladrillos y cal, y puede derrumbarse de un momento a otro, no es muy sólida. Detrás de los jarrones con flores, detrás de las teteras, las alfombras, los suelos lustrados con cera, está el otro aspecto de la casa, el aspecto atroz de la casa derrumbada.
No nos curaremos nunca de esta guerra. Jamás volveremos a ser gente serena, que piensa y estudia y construye su vida en paz. Mirad lo que han hecho con nuestras casas, lo que han hecho con nosotros.
Hemos conocido la realidad en su aspecto más tétrico. Todavía hay quien se queja de que los escritores utilicen un lenguaje amargo y violento, que cuenten cosas duras y tristes, que presenten la realidad en sus términos más desolados.
Nosotros no podemos mentir en los libros ni en nada de lo que hacemos. Acaso sea el único bien que nos ha traído la guerra. No mentir y no tolerar que nos mientan. Así es nuestra generación. Los que son mayores que nosotros siguen apegados a la mentira, a los velos y a las máscaras con que se cubre la realidad. Nuestro lenguaje los entristece y los ofende. No comprenden nuestra actitud ante la realidad. Nosotros estamos próximos a las cosas en su sustancia. Es el único bien que nos ha dado la guerra, pero nos lo ha dado sólo a nosotros, los jóvenes. A los que son mayores les ha dado inseguridad y miedo. Nosotros, los jóvenes también tenemos miedo y nos sentimos inseguros en nuestras casas, pero no estamos indefensos ante este miedo. Tenemos una dureza y una fuerza que quienes nos han precedido no conocieron.
Para algunos la guerra empezó sólo con la guerra, con las casas bombardeadas y los alemanes, pero para otros empezó antes, durante los primeros años del fascismo, y así, esa sensación de inseguridad y de continuo peligro es todavía mayor. El peligro, el tener que esconderse, tener que dejar de repente el calor de la cama y de las casas, para muchos de nosotros empezó hace muchos años. Se insinuó en las distracciones juveniles, nos siguió hasta los pupitres de la escuela y nos enseñó a ver enemigos en todas partes. Ha sido así para muchos en Italia y en otras partes, y creíamos que un día podríamos caminar en paz por las calles de nuestras ciudades, pero hoy que quizá podríamos hacerlo nos damos cuenta de que no nos hemos curado de aquel mal. Nos vemos obligados a buscar siempre nuevas fuerzas, una nueva dureza que oponer a cualquier realidad. Nos vemos empujados a buscar una serenidad interior que no nace de las alfombras ni de los jarrones con flores.
No hay paz para el hijo del hombre. Los zorros y los lobos tienen sus madrigueras, pero el hijo del hombre no tiene donde apoyar la cabeza; cada uno de nosotros quisiera una pequeña madriguera seca y caliente. Alguna vez en la vida nos hemos ilusionado con poder dormir sobre algo, adueñarnos de una certeza cualquiera, de una fe cualquiera y darle reposo al cuerpo. Pero todas las certezas de entonces nos fueron arrancadas y la fe no es nunca algo sobre lo que al fin se pueda conciliar el sueño.
Y ahora somos gente sin lágrimas. Lo que conmovía a nuestros padres no nos conmueve en absoluto. Nuestros padres y la gente mayor que nosotros nos reprochan la forma que tenemos de criar a los niños. Querrían que les mintiésemos como ellos hacían con nosotros. Querrían que nuestros niños se divirtieran con muñecos de felpa en cuartos pintados de colores, con arbolitos y conejos dibujados en las paredes. Querrían que cubriéramos de velos y mentiras su infancia, que mantuviéramos para ellos oculta la realidad. Pero no lo podemos hacer. No con niños a los que hemos despertado en plena noche y hemos vestido nerviosamente en la oscuridad, para escapar y escondernos, o cuando la sirena de la alarma desgarraba el aire. No lo podemos hacer con niños que han visto el espanto y el horror en nuestra cara. No podemos contarles que los hemos encontrado en una col ni que quien ha muerto ha emprendido un largo viaje.
Hay un abismo insalvable entre nosotros y las generaciones anteriores. Sus peligros nos parecen livianos y sus casas se derrumbaban muy rara vez. Los terremotos y los incendios no eran fenómenos frecuentes. Las mujeres hacían punto, recibían a las amigas en casa. Todos meditaban, estudiaban y se ocupaban de construir su vida en paz. Eran otros tiempos y quizá se estaba bien. Pero nosotros estamos atados a nuestra angustia y, en el fondo, nos sentimos contentos con nuestro destino de hombres.