Dentro de un mes tendremos aquí el verano y, si todo va bien, parece que estaremos bastante
más aligerados de la pandemia, aunque esto hay que decirlo con toda precaución porque
expertos e ignorantes sabemos que las coses pueden cambiar.
Y hay que tener presente que mientras la solución no alcance a todo el planeta, a todos sus
habitantes, o por lo menos a la gran mayoría, de ninguna manera el mal está vencido. El virus
no conoce fronteras, y tampoco deberían tenerlas en cuenta quienes tienen en sus manos que
los remedios, vacunas, tratamientos, sean universales.
Y sí, llega el verano, y con la mejora de la situación se reanudarán las actividades y lo que
llamamos vida normal.
Y esas actividades incluyen la que detesto; no yo sola, y tiene lugar en el solsticio de verano, la
noche de San Juan. Hay tantas maneras de celebrarla y lugares donde hacerlo. Pero a mi juicio
todo lo pervierten los petardos. Nada tendría que decir si se usaran de manera cívica,
pensando que sí hay quienes disfrutan con la práctica cafre, son muchos quienes la sufren,
niños pequeños, bebés, enfermos, mayores, animales, hospitalizados y podríamos seguir.
Y, además, no es solamente la noche de Sant Joan, suelen empezar bastantes días antes.
Todavía recuerdo el año pasado, el día 22 de junio oí desde mi casa lo que podría calificar
como un cañonazo. Los cristales de las ventanas temblaron, cayeron objetos de estanterías.
Se aduce que es difícil de controlar. Pero yendo al refrán “quien evita la ocasión, evita el
peligro”, ese peligro se podría evitar sencillamente regulando la potencia de los petardos que
se venden al público. No es normal que un particular pueda comprarlos con esa carga tan
potente de dinamita o del explosivo que lleve. Creo que eso es perfectamente controlable.